En Octubre del 2005, luego de dejar en la guardería a mi pequeño hijo de 4 años, fui intervenido por la policía a dos cuadras de mi casa porque olvidé portar el cinturón de seguridad mientras manejaba. Minutos más tarde, los oficiales pudieron comprobar que carecía de documentación para identificarme debidamente ante ellos. En el acto me llevaron detenido a la jefatura principal de la ciudad donde vivía casi 6 años. (Isesaki - Japan)
El estado japonés me demandó por el “terrible delito” de vivir sobre sus suelos sin tener visa. El primer día de mi detención, estuve rindiendo declaraciones atado de la cintura a una silla pequeña durante ocho horas aproximadamente. Fui blanco de toda sospecha, pasé por un examen toxicológico, logicamente fui fotografiado por todos los ángulos, mis huellas digitales pasaron a formar parte de la moderna base de datos de "delincuentes", mi fisonomía facial fue fichada, mi casa y mis pertenencias registradas, etc... y todo eso por atreverme a venir a una tierra donde no fui invitado.
El estado japonés me demandó por el “terrible delito” de vivir sobre sus suelos sin tener visa. El primer día de mi detención, estuve rindiendo declaraciones atado de la cintura a una silla pequeña durante ocho horas aproximadamente. Fui blanco de toda sospecha, pasé por un examen toxicológico, logicamente fui fotografiado por todos los ángulos, mis huellas digitales pasaron a formar parte de la moderna base de datos de "delincuentes", mi fisonomía facial fue fichada, mi casa y mis pertenencias registradas, etc... y todo eso por atreverme a venir a una tierra donde no fui invitado.
Lo único que tenía en mente mientras contestaba por inercia las diversas preguntas de los novatos detectives, era mi familia, pues había comenzado el proceso de mi deportación. Sin embargo, trataba de demostrar (tal vez a mi mismo) que una de mis grandes virtudes es mantener firme la entereza de mi corazón, creyendo estar preparado emocionalmente para tal adversidad. Pero la realidad no tardaría en desenmascarar mis sentimientos.
Al finalizar dicho interrogatorio en la estación policial de la ciudad de Isesaki, muy bien esposado y resguardado por tres policías vestidos de civil, fui trasladado a la ciudad de Maebashi. Eran casi las 21:00 horas cuando comenzamos a alejarnos por la carretera dejando atrás esa hermosa ciudad. Al llegar subimos al tercer piso y amarrado de la cintura fui entregado al jefe de mis carcelarios (Sakata Sam). Progresivamente, la incertidumbre de mi destino y la de mi familia, me cubría con un miedo extraño, mientras el señor Sakata gritaba con voz de mando “Kiosuke” y segundos después con un tono más conciliador me explicaba que tenía que desvestirme y portar una bata para pasar por una rigurosa inspección de rutina, mi mente estaba muy lejos de ese lugar. “Los niños en casa, mi esposa...” pensaba y me angustiaba cada vez más sin poder hacer nada al respecto.
Cuando entramos al recinto donde se encuentran las celdas, el tiempo se detuvo en la primera impresión fotografiada por mi cerebro, mientras caminaba parecía estar en un laboratorio científico donde tienen en cautiverio a raras especies para someterlas a diversos experimentos y estudios. Los curiosos detenidos se levantaban a observar a su nuevo compañero acercándose a los barrotes, mientras que a mi me costaba un mundo aceptar que en pocos instantes ocuparía una de esas terroríficas celdas y mi mirada pasaría a formar parte de aquellos rostros en cuarentena.
La celda número ocho (igual que las otras once) de cuatro tatamis y paredes sucias de color crema, se encargaría de cobijar las semanas mas largas, depresivas y desoladas de mi vida.
“Niyu go ban haerimasu” tenía que entonar fuerte y claro al momento de ingresar a la celda. Esa era mi nueva identidad, el número veinticinco. Una vez dentro, un estafador y un “Furio” compañeros de celda, inclinándose levemente en un buen gesto educado y de dócil saludo inmediatamente me preguntaron el motivo de mi detención, creo que se tranquilizaron al saber que no era un descuartizador. De repente se abrió una pequeña puerta que yace al pie de los barrotes en cuyas dimensiones apenas pasaba cómodamente la cena (un bento helado) y un vaso de plástico con agua caliente.
Uno de mis compañeros, quien admitía con aires de arrepentimiento y vergüenza haber sido un estafador, me aseguraba que en la celda número seis habitaba desde hace tres meses un compatriota mío. Llegada la hora de dormir (9:00pm) los reclusos uno a uno salen de sus celdas para asearse la manos, el rostro y los dientes. Fue en ese momento que pude ver al peruano de lejos (los demás eran asiáticos, en su mayoría japoneses), y mi sorpresa fue grande al comprobar que se trataba de un viejo amigo mío. A mi abatido corazón se le sumó la triste noticia del destino que le aguardaba a aquel ingenuo compatriota… varios años de prisión.
Al apagarse las luces en mi primera noche de encierro, cuando todo estaba en un silencio total, había llegado el momento de afrontar lo que estaba sucediendo. No tuve más alternativa, admitía que todo era demasiado pesado para mi frágil corazón que siempre quiso aparentar ser estoico. Mis pensamientos se tornaron mis peores enemigos, estaba dispuesto a vender mi alma al diablo para volver a mi hogar y abrazar a mi familia, deseaba que todo fuese una horrenda pesadilla de la que podía escapar despertando, pero la realidad sacudía mi pecho y lo llenaba de angustia, rompí en el llanto más amargo de mi vida. Silencioso y profundo el dolor de impotencia, resonaba una y otra vez en mi conciencia diciéndome que no estaba preparado para tales adversidades… mi ego estaba destrozado.
Al día siguiente, aún sin resignarme traté de sobreponer mis ánimos. Luego del desayuno japonés, los reclusos salíamos en pequeños grupos a un patio de escasa dimensión, era la hora del “undo” (ejercicios). Pero lejos de lo que se entendía por “undo”, todos aprovechaban el momento para fumar un máximo de dos cigarrillos mientras tomaban aire “fresco”. Mi amigo Alfonso, el único peruano hasta ese momento, habría jurado ver un fantasma cuando reparó mi presencia en el recinto. Se sorprendió al verme y se negaba a creerlo. Me acerqué y le di unas palmaditas en su hombro, mientras el soltaba su inevitable pregunta: Qué haces tú aquí!? Teníamos un promedio de 10 minutos para conversar, y para eso sólo se nos permitía utilizar el idioma japonés. Así pasamos cinco semanas viéndonos todas las mañanas hablando de todo lo que podíamos, hasta que el día de su juicio llegó y fue trasladado a la prisión de Maebashi. En su mirada sólo se podía percibir un profundo arrepentimiento. “Prefiero estar misio, pero en libertad”, me dijo pensativo mientras fumaba añoranzas y nostálgicos recuerdos, nada era capaz de consolarlo en esos duros momentos. Los problemas que yo enfrentaba eran apenas una anécdota al lado de la abrumadora aflicción de mi querido amigo Alfonso. Si de algo sirve esta agria experiencia, es para una exhaustiva reflexión sobre nuestra actitud frente a la vida diaria. Cuánto daría Alfonso para caminar en libertad y abrazar a su pequeño hijo. Es una lástima que para apreciar la libertad en todo su esplendor tengamos que ser aprisionados.
Otras de las estrictas reglas en el centro de detención es que las visitas sólo se pueden comunicar en japonés con los detenidos, de la misma forma, las cartas, revistas y libros que podíamos redactar o leer tenían que ser en el idioma oficial nipón. Eso hacía imposible una abierta comunicación entre las familias de los extranjeros detenidos. Personalmente era insoportable para mí esta restricción, pues impedía expresar libremente mis pensamientos, opiniones y sentimientos con mis seres queridos.
Resignado a tener que digerir esta tormentosa restricción de la comunicación, me propuse a estudiar hiragana y katakana, y en una semana, con la ayuda de mis compañeros de celda pude escribir una carta muy sencilla a mi familia.
Mi esposa, que siempre se mostraba insegura ante pequeñas situaciones, a mi parecer fáciles de controlar, los primeros días se vio sumida en una terrible depresión, pero aquello sólo fue una etapa transitoria, porque estaba a punto de demostrar que era lo suficientemente capaz y valiente para dominar con creces la situación. Sus visitas diarias me aliviaban y me llenaban de esperanza, llegó a pedirme que no me sofocara pensando en qué hacer para solucionar este problema porque ella se estaba encargando de todo. Y pensar que en la primera visita a través del grueso vidrio que nos separaba, gobernada por el llanto me decía nerviosa que no sabía qué hacer.
Los días en cautiverio se aliviaron ampliamente cuando luego de una larga espera, mediante mi abogado pude recibir tres gruesos libros en español que mi esposa le había encargado.
Entre esas sucias paredes, tuve mucho tiempo para reflexionar sobre nuestro ingrato comportamiento cotidiano, aun cuando gozamos de libertad. Vivimos casi sufriendo porque de alguna u otra manera siempre queremos más de lo que ya tenemos -no estoy alentando el conformismo con esto- me refiero a que siempre menospreciamos lo que realmente vale la pena valorar. Así, me propuse a enumerar todo lo bueno que tenía en ese momento a pesar de estar detenido. Puede ver que gracias al esfuerzo de personas completamente ajenas y lejanas a mí, los centros de detenciones no eran como hace 50 años, donde la comida era pésima y el maltrato físico inevitable. Podía bañarme dos veces por semana, tenía un colchón (futon) con sábanas limpias, el alimento era balanceado (aunque desagradable pero me mantenía vivo), no pasábamos frío a pesar del invierno, podíamos lavar nuestras ropas una vez por semana y cambiarnos a diario, etc,etc…Apreciaba mi entorno y trataba de valorarlo de corazón antes de exigir algo más a la vida. Mis seres queridos gozaban de buena salud al igual que yo, y la esperanza vivía fuertemente en nuestros corazones. Mis amigos se mostraron muy solidarios y puede ver poco a poco que tenía muchas razones para ser feliz y sentirme afortunado. Hasta antes de esa reflexión estaba empeñado en la autocompasión por concentrarme tanto en el lado negativo de todo lo ocurrido, a partir de esto parecía estar dispuesto a experimentar una nueva forma de ver la vida.
Al finalizar dicho interrogatorio en la estación policial de la ciudad de Isesaki, muy bien esposado y resguardado por tres policías vestidos de civil, fui trasladado a la ciudad de Maebashi. Eran casi las 21:00 horas cuando comenzamos a alejarnos por la carretera dejando atrás esa hermosa ciudad. Al llegar subimos al tercer piso y amarrado de la cintura fui entregado al jefe de mis carcelarios (Sakata Sam). Progresivamente, la incertidumbre de mi destino y la de mi familia, me cubría con un miedo extraño, mientras el señor Sakata gritaba con voz de mando “Kiosuke” y segundos después con un tono más conciliador me explicaba que tenía que desvestirme y portar una bata para pasar por una rigurosa inspección de rutina, mi mente estaba muy lejos de ese lugar. “Los niños en casa, mi esposa...” pensaba y me angustiaba cada vez más sin poder hacer nada al respecto.
Cuando entramos al recinto donde se encuentran las celdas, el tiempo se detuvo en la primera impresión fotografiada por mi cerebro, mientras caminaba parecía estar en un laboratorio científico donde tienen en cautiverio a raras especies para someterlas a diversos experimentos y estudios. Los curiosos detenidos se levantaban a observar a su nuevo compañero acercándose a los barrotes, mientras que a mi me costaba un mundo aceptar que en pocos instantes ocuparía una de esas terroríficas celdas y mi mirada pasaría a formar parte de aquellos rostros en cuarentena.
La celda número ocho (igual que las otras once) de cuatro tatamis y paredes sucias de color crema, se encargaría de cobijar las semanas mas largas, depresivas y desoladas de mi vida.
“Niyu go ban haerimasu” tenía que entonar fuerte y claro al momento de ingresar a la celda. Esa era mi nueva identidad, el número veinticinco. Una vez dentro, un estafador y un “Furio” compañeros de celda, inclinándose levemente en un buen gesto educado y de dócil saludo inmediatamente me preguntaron el motivo de mi detención, creo que se tranquilizaron al saber que no era un descuartizador. De repente se abrió una pequeña puerta que yace al pie de los barrotes en cuyas dimensiones apenas pasaba cómodamente la cena (un bento helado) y un vaso de plástico con agua caliente.
Uno de mis compañeros, quien admitía con aires de arrepentimiento y vergüenza haber sido un estafador, me aseguraba que en la celda número seis habitaba desde hace tres meses un compatriota mío. Llegada la hora de dormir (9:00pm) los reclusos uno a uno salen de sus celdas para asearse la manos, el rostro y los dientes. Fue en ese momento que pude ver al peruano de lejos (los demás eran asiáticos, en su mayoría japoneses), y mi sorpresa fue grande al comprobar que se trataba de un viejo amigo mío. A mi abatido corazón se le sumó la triste noticia del destino que le aguardaba a aquel ingenuo compatriota… varios años de prisión.
Al apagarse las luces en mi primera noche de encierro, cuando todo estaba en un silencio total, había llegado el momento de afrontar lo que estaba sucediendo. No tuve más alternativa, admitía que todo era demasiado pesado para mi frágil corazón que siempre quiso aparentar ser estoico. Mis pensamientos se tornaron mis peores enemigos, estaba dispuesto a vender mi alma al diablo para volver a mi hogar y abrazar a mi familia, deseaba que todo fuese una horrenda pesadilla de la que podía escapar despertando, pero la realidad sacudía mi pecho y lo llenaba de angustia, rompí en el llanto más amargo de mi vida. Silencioso y profundo el dolor de impotencia, resonaba una y otra vez en mi conciencia diciéndome que no estaba preparado para tales adversidades… mi ego estaba destrozado.
Al día siguiente, aún sin resignarme traté de sobreponer mis ánimos. Luego del desayuno japonés, los reclusos salíamos en pequeños grupos a un patio de escasa dimensión, era la hora del “undo” (ejercicios). Pero lejos de lo que se entendía por “undo”, todos aprovechaban el momento para fumar un máximo de dos cigarrillos mientras tomaban aire “fresco”. Mi amigo Alfonso, el único peruano hasta ese momento, habría jurado ver un fantasma cuando reparó mi presencia en el recinto. Se sorprendió al verme y se negaba a creerlo. Me acerqué y le di unas palmaditas en su hombro, mientras el soltaba su inevitable pregunta: Qué haces tú aquí!? Teníamos un promedio de 10 minutos para conversar, y para eso sólo se nos permitía utilizar el idioma japonés. Así pasamos cinco semanas viéndonos todas las mañanas hablando de todo lo que podíamos, hasta que el día de su juicio llegó y fue trasladado a la prisión de Maebashi. En su mirada sólo se podía percibir un profundo arrepentimiento. “Prefiero estar misio, pero en libertad”, me dijo pensativo mientras fumaba añoranzas y nostálgicos recuerdos, nada era capaz de consolarlo en esos duros momentos. Los problemas que yo enfrentaba eran apenas una anécdota al lado de la abrumadora aflicción de mi querido amigo Alfonso. Si de algo sirve esta agria experiencia, es para una exhaustiva reflexión sobre nuestra actitud frente a la vida diaria. Cuánto daría Alfonso para caminar en libertad y abrazar a su pequeño hijo. Es una lástima que para apreciar la libertad en todo su esplendor tengamos que ser aprisionados.
Otras de las estrictas reglas en el centro de detención es que las visitas sólo se pueden comunicar en japonés con los detenidos, de la misma forma, las cartas, revistas y libros que podíamos redactar o leer tenían que ser en el idioma oficial nipón. Eso hacía imposible una abierta comunicación entre las familias de los extranjeros detenidos. Personalmente era insoportable para mí esta restricción, pues impedía expresar libremente mis pensamientos, opiniones y sentimientos con mis seres queridos.
Resignado a tener que digerir esta tormentosa restricción de la comunicación, me propuse a estudiar hiragana y katakana, y en una semana, con la ayuda de mis compañeros de celda pude escribir una carta muy sencilla a mi familia.
Mi esposa, que siempre se mostraba insegura ante pequeñas situaciones, a mi parecer fáciles de controlar, los primeros días se vio sumida en una terrible depresión, pero aquello sólo fue una etapa transitoria, porque estaba a punto de demostrar que era lo suficientemente capaz y valiente para dominar con creces la situación. Sus visitas diarias me aliviaban y me llenaban de esperanza, llegó a pedirme que no me sofocara pensando en qué hacer para solucionar este problema porque ella se estaba encargando de todo. Y pensar que en la primera visita a través del grueso vidrio que nos separaba, gobernada por el llanto me decía nerviosa que no sabía qué hacer.
Los días en cautiverio se aliviaron ampliamente cuando luego de una larga espera, mediante mi abogado pude recibir tres gruesos libros en español que mi esposa le había encargado.
Entre esas sucias paredes, tuve mucho tiempo para reflexionar sobre nuestro ingrato comportamiento cotidiano, aun cuando gozamos de libertad. Vivimos casi sufriendo porque de alguna u otra manera siempre queremos más de lo que ya tenemos -no estoy alentando el conformismo con esto- me refiero a que siempre menospreciamos lo que realmente vale la pena valorar. Así, me propuse a enumerar todo lo bueno que tenía en ese momento a pesar de estar detenido. Puede ver que gracias al esfuerzo de personas completamente ajenas y lejanas a mí, los centros de detenciones no eran como hace 50 años, donde la comida era pésima y el maltrato físico inevitable. Podía bañarme dos veces por semana, tenía un colchón (futon) con sábanas limpias, el alimento era balanceado (aunque desagradable pero me mantenía vivo), no pasábamos frío a pesar del invierno, podíamos lavar nuestras ropas una vez por semana y cambiarnos a diario, etc,etc…Apreciaba mi entorno y trataba de valorarlo de corazón antes de exigir algo más a la vida. Mis seres queridos gozaban de buena salud al igual que yo, y la esperanza vivía fuertemente en nuestros corazones. Mis amigos se mostraron muy solidarios y puede ver poco a poco que tenía muchas razones para ser feliz y sentirme afortunado. Hasta antes de esa reflexión estaba empeñado en la autocompasión por concentrarme tanto en el lado negativo de todo lo ocurrido, a partir de esto parecía estar dispuesto a experimentar una nueva forma de ver la vida.
Continuará....
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